La primera paciente




La primera paciente de hoy no se llama Manuela, pero la llamaré así para preservar su anonimato. Manuela tiene algo más de 50 años y muy mala suerte. El de hace cuatro meses fue su tercer ictus. Entra en la consulta en silla de ruedas, empujada por una mujer de rasgos sudamericanos, un poco mayor que ella. Manuela viene maquillada y bien peinada y sonríe cuando me ve, pese a todo. No hemos sido capaces de frenar su enfermedad, pero sabe que lo hemos intentado todo.

-  ¿Cómo estás? -pregunto. Justo después pienso, otra vez, que tal vez esa no es una buena pregunta para hacer a una paciente. Al fin y al cabo, salta a la vista que muy bien no está.
-   Pues ya ves -responde, mientras la sonrisa se borra de su cara.
-   ¿No me vas a presentar a tu acompañante? -pregunto para evitar seguir por ese camino.
-   ¡Claro que sí! Esta es Julia, me cuida día y noche. Gracias a ella voy saliendo adelante.
-   Encantado, Julia – le doy la mano y Julia sonríe- ¿Y haces algo de Rehabilitación, Manuela?
-   Un poco, en el Centro de Salud. Aunque aquello y nada viene a ser lo mismo, la verdad. Podría hacerlo yo sola en casa. Nada específico para el ictus, ya ves. ¿Crees que me pondrán la toxina botulínica para la manina?
-   Pues no lo sé. ¿La tienes muy cerrada?
-   Sí, y eso que el marido de Julia me ha construido un artefacto con un palo recubierto de espuma y unas gomas. Estiro los dedos, los fijo al palo con las gomas y la mano se relaja bastante…

Manuela viene a hacerse una ecografía, así que la ayudo a pasar a la camilla. No es fácil. Frenamos la silla de ruedas y sujeto su brazo derecho para ayudarla a levantarse. El brazo izquierdo está totalmente paralizado. Se incorpora con dificultad y hace avanzar su pie izquierdo, tembloroso y sujeto por una férula para evitar que la puntera se caiga. Tropieza con mi pierna, después con la máquina de las ecografías. Por fin llegamos a la camilla y la ayudo. Dejo que su cuerpo caiga sobre la superficie y subo su pierna izquierda con mis manos.

-   ¡Perfecto! -le digo-. Ya podemos empezar.
-   ¿Me va a doler? -me pregunta.
-   Claro que no, Manuela. Esto ya lo hemos hecho muchas veces…

Reviso con el ecógrafo la circulación de su cerebro. La arteria cerebral media derecha sigue obstruida. Reviso el resto de su circulación cerebral. Terminamos y la ayudo a levantarse y a pasar de nuevo a la silla, mientras Julia nos observa en silencio. Le digo que todo está más o menos igual y que ya pueden irse, que su médico le enviará un informe con recomendaciones y una cita de revisión. Manuela es animosa, pero cuando llega la hora de marchar se confiesa.

-   Lo peor de todo esto, Sergio, lo peor… es tener que vivir sin un puto duro.
-   Pero, ¿no tienes pensión, Manuela?
-   Sí, 600 euros. ¿Qué haces con 600 euros? No dan para vivir, y además tengo que pagar a Julia, que no se separa de mí. ¿Qué quieres que hagamos con 600 euros?
-   ¿No te han reconocido la discapacidad?
-   Sí, claro. Un 33%, lo que tenía después del primer ictus. Pedí revisar el grado de discapacidad, pero hay una lista de espera de año y medio, así que me queda más de un año de miseria.

Un año de miseria. Durante unos segundos reprimo el impulso de darle dinero. Darle un poco de dinero no representaría nada para mí, pero probablemente mucho para ella. Sin embargo, no lo hago. En alguna ocasión he comprobado que la situación se convierte en extremadamente violenta. A la gente nos cuesta mucho aceptar la caridad. No queremos caridad. Queremos justicia.

Manuela y Julia se van. Julia casi no ha dicho nada. Manuela lo ha dicho casi todo.

Llamo al segundo paciente mientras pienso que el siglo XXI no debería ser así y que Manuela sólo es una de muchos, y que qué pena.

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